jueves, 15 de diciembre de 2011

Rausell, el difícil reto de hacer bueno lo sencillo

Ahora que la barra se ha convertido en el principal recla­mo de locales de moda y el concep­to de gastrobar se presenta como la última innovación en la cocina, conviene reivindicar a los que, desde siempre, han apostado por este tipo de gastronomía, basada en el buen producto y en el difícil reto de hacer bueno lo sencillo.


Cuando los padres de los actua­les propietarios -Miguel Ángel y José Rausell- abrieron el bar Rau­sell en 1948 en lo que hoy es la calle Ángel Guimerá, lo hacían sobre terrenos robados a la huerta. Des­de entonces -y parafraseando a Julio Anguita- “producto, produc­to, producto” podría ser el lema que ha marcado la trayectoria de este restaurante. Y es que el secreto de Rausell se desvela nada más acceder al local y comprobar el espectacular género que se mues­tra sobre su barra.

Buena gamba roja de Dénia, enormes cigalas, berberechos, navajas gallegas, ja­món ibérico cortado a mano, unas patatas bravas a la antigua usanza (sin ketchup ni salsas de bote), puntillas, calamares y sobre todo una soberbia ostra Napoleón –pro­bablemente la mejor de la ciudad- hacen que la opción de comer en directamente en la barra sea la más atractiva de Rausell.

Aunque tampoco se debe des­cartar sentarse en alguna de las mesas (el ambiente de bar contri­buye a disculpar que estén dema­siado juntas) para acometer una comida con más reposo. En los pescados, la oferta la determina el mejor género de la lonja. Lubina de playa, dentón, escorpa, atún, bacalao o merluza, siempre salva­jes y cocinados a la plancha, en suquet o al horno, con sencillez.

En los arroces la oferta también es amplia. La mayoría de ellos son marineros, sin olvidar la huerta, como en el de bogavante y alca­chofas, o de sabores más contras­tados como en el deslumbrante de boletus con puntillas. En la carne, el buey se lleva la palma, y se atre­ven con el «wagyu» criado al estilo de Kobe o el «angus» estadouni­dense, aunque no faltan chuleto­nes nacionales del Esla, debida­mente madurados en la cámara.

Entre las pegas, por ponerle al­guna, el pan. Cuando sales no re­cuerdas si lo has comido o se le ha olvidado al camarero dejarlo sobre la mesa. Algunos no lo echarán en falta, pero con tan excelente pro­ducto, un pan a la altura redondea­ría la experiencia.

Buen lugar también para cerrar la comida con un gin-tonic. Los hermanos Rausell tienen más de setenta referencias de ginebras y una buena mano para combinar­las. Y a pesar de todo, el importe de la cuenta siempre es comedido.
Para los que andan con prisas, la tienda para llevar cuenta con unos fenomenales arroces y un codillo bávaro asado sobresaliente.



jueves, 10 de noviembre de 2011

Auténtica «cuina de bancal»

Jordi Morera -cocinero y propietario de Carosel- dice que practica «cuina de bancal». Y lo cierto es que en su cocina está muy pegada a la «terreta», con predomi­nio de los sabores reconocibles y con la huerta muy presente sobre la mesa. Se trata, de una cocina valenciana que, sin embargo, ha sabido liberarse de la exclavitud de la paella de pollo y conejo.

Morera dejó hace poco más de un año la cocina de SeuXerea para crear su propio restaurante. De aquella experiencia se trajo hasta Carosel un perfecto dominio de las técnicas culinarias y su obsesión por las presentación de los platos de forma cuidada y original.

Dos habilidades con las que da el toque de calidad a lo que, en realidad, es una ingeniosa pro­puesta gastronómica anticrisis. El ­­­­restaurante funciona con un menú único -que cambia cada semana- lo que abarata los costes de aprovi­sionamiento y producción. Cuatro entrantes -con ingredientes cotidianos revalorizados con su presentación y ligeros toques de vanguardia- que se presentan juntos, sobre una tabla. Como plato principal un siempre resultón arroz -al mediodía- o la elección entre carne o pescado por la noche.

 
Si a ello le unimos una decora­ción austera, con mucha presencia de la vanguardia barata de Ikea y algún toque cercano a lo cutre, junto con una vajilla también de la multinacional sueca, obtenemos una inteligente manera de sortear los momentos de crisis y ofrecer una buena relación calidad precio en el centro de Valencia.


Entre los entrantes, Morera ofrece siempre una ensalada y una crema o gazpacho -depende de la estación-, en las que percibimos su querencia por la tierra, como en la ensalada de bacalao con granada y escarola, que esconde un «esga­rraet». En los gazpachos y cremas tiende a practicar algún ejercicio de deconstrucción y presenta las verduras en forma de helado, sor­bete o espuma. Morera demuestra gran maestría en la utilización de los helados salados.

 
En la tabla suele estar también presente alguna «coca» -de nuevo la «terreta»- como la de verduras con queso de cabra o la de embu­tidos de Cocentaina. Completan los entrantes algún pescado o carne. Buenos los escabeches, pero mejor los rebozados. En los platos fuertes, como en la paella de costillas, habas y alcachofas, se echa de menos una mayor contun­dencia sápida, que le podría repor­tar un fondo más sustancioso. El mismo pecado cometen algunos pescados, lo que podría subsanar­se rebuscando un mejor producto en el cercano Mercado Central.

lunes, 24 de octubre de 2011

Cuando falta el alma

Lo de La Sucursal es una paradoja. Detrás del restau­rante se encuentra el buen hacer de una de las familias emblemáticas de la gastronomía valenciana- los Andrés Salvador-, cuenta con un habilidoso e innovador cocinero -Jorge Bretón-, se encuentra en un entorno privilegiado, -en el interior del IVAM-, su bodega tiene más de 500 referencias y está bien gestio­nada -en la que todavía se aprecia la mano de la insuperable Manue­la Romeralo, relevada hace un año por una de sus discípulas-, y una sala impecable, como el trabajo de su personal. La Sucursal es un buen restaurante, no cabe duda, pero atendiendo a lo descrito cabría pensar que nos encontramos ante uno de los más relevantes de nues­tra comunidad. Pero aunque pa­rezca inverosímil, no es así.

Algo falla. Todo transcurre en aparente perfección pero, a la postre, no entusiasma, no sorpren­de. ¿Dónde quedan las emociones? Y es que le falta alma.

Una falta de pasión que se con­tagia también al aspecto mera­mente gastronómico. Salvando la esferificación de «bloody mary» en los aperitivos, el inicio del menú Innovación es un ejemplo de ello. Sobre la mesa, una colorida zana­horia que es en realidad una ligera capa gelatinosa que encierra una tradicional brandada. En lo visual, el trampantojo funciona, pero ¿es necesario? ¿qué le aporta?

Bien distinto es el arroz meloso de ostra, almeja de carril y perla de su agua. Aquí cada elemento cobra coherencia en aras de una legibili­dad incontestable. La esferifica­ción, la hoja de ostra y el  crujiente, anticipan matices yodados que resultan sublime en arroz. Absolu­ta coherencia.

Incuestionable es también el salmonete de roca, que se presen­ta acompañado por corales de alga y mini verduras a la plancha. De nuevo un engaño visual, con un aditivo que simula los restos de papel de aluminio adheridos a las verduras, como si se hubieran co­cinado de esta forma sobre las brasas. En los postres, una de cal y otra de arena. La intencionalidad es manifiesta en «Nuestro home­naje al vino», donde el sorbete de melocotón liga con perfección con la suave esponja y perlas de vino tinto. Taninos en un postre. Sin embargo, la cuajada de coco, cítri­cos y piña deja indiferente.



Cuando uno sale de La Sucursal le embarga una peligrosa indife­rencia. Pero eso no impide ser consciente de la enorme poten­cialidad y pedir a gritos que em­prenda, cual Dante, una búsqueda del alma que le saque por fin de ese limbo en el que parece perenne­mente instalado.

martes, 27 de septiembre de 2011

La tradición bien entendida

No hay temporada en que no se reedite el falso y estéril debate entre gastronomía tradi­cional y de vanguardia. Todos re­cordamos el estentóreo alegato de Santamaría contra Adrià, y seguro que somos capaces de poner cara alguno de los incansables abande­rados del «comer bien y mucho» y de la «cocina de siempre», como si eso estuviera reñido con la autén­tica gastronomía.

Pero, en la práctica, vanguardia y tradición no están reñidas, al contrario, se necesitan y retroali­mentan. Y el error, si lo hay, no lo comenten los cocineros, si no los comensales despistados que acu­den a un restaurante a ciegas. Como en el teatro o el cine, debe­mos aprender que es conveniente leer antes la sinopsis del argumen­to y conocer el tipo de obra a la que nos enfrentamos. ¿Quién se atre­vería a enfrentar a Lope de Vega o Shakespeare a Fo o Pinter?
En ese sentido, la de Casa Grane­ro, en Serra, es una cocina «de la de siempre». Nadie debe llevarse a engaño. Cierto es que Victor Vicen­te Navarro (a quien todos conocen como Granero por la relación de su familia con el torero valenciano de principios del siglo XX) ha apor­tado a la gastronomía algunos platos memorables, como rabo de toro con caracoles, pero respetan­­­do siempre los principios más clásicos. En la misma linea podemos situar su carpaccio de lomo de orza con vinagreta de frutos secos, o unas suculentas albóndigas de jabalí con boletus y trufa.

Como se vé, sabores contunden­tes, de montaña, que se completan con carnes como el ya menciona­do rabo de toro o un secreto de cerdo ibérico a la brasa con parme­sano y caramelo de módena. Y es que su ubicación, en plena Sierra Calderona, le permite desarrollar con facilidad una cocina de inte­rior, que alcanza su súmmum en febrero, cuando el propio restau­rante organiza unas jornadas gastronómicas en torno a la ma­tanza del cerdo. Es el momento de deleitarse con unos espectaculares torreznos fritos.

No obstante, es en los arroces donde «Granero» se desenvuelve con mayor soltura. Incuestiona­bles los más tradicionales -paella de pollo y conejo, marisco o a banda- y memorables, por su sapidez y perfecta ejecución, otros como el meloso de secreto ibérico y se­tas, o el «rossetjat to­rrentí» (con pelotas dulces y saladas), que no es fácil encontrar en los restaurantes.


Para el postre, si todavía queda hueco, se puede optar, entre otros, por una tarta de cuajada de la abuela, más livia­na, flan de almendras o tocino de cielo.

Entre los peros, una reducida carta de vinos, y un pan insulso, que nada dice. Puede parecer un problema menor, pero un pan con personalidad redondearía la comi­da en un restaurante aferrado a los sabores tradicionales. Para disfru­tar con paz de la comida, conviene evitar la aglomeración del fin de semana.

domingo, 11 de septiembre de 2011

La reflexión llevada a la gastronomía

Producto y concepto son los ejes en los que pivota el debate sobre el futuro de la gastro­nomía. Dos elementos, que no siempre tienen que estar contra­puestos, con los que se pretende llenar el vacío que está dejando la crisis de la cocina de vanguardia. Algunos, como Berasategui, pre­fieren abandonarse a la contun­dencia del producto, mientras otros, como Aduriz, sostienen con razón que sin concepto no se pue­den crear emociones.
En L’Escaleta, Kiko Moya, aporta una posición ecléctica a este deba­te. Producto, buen producto, no falta. Por su carta desfilan unas espectaculares ostras, gamba roja, jamón, churrasco de cordero de pura raza o una entreverada ven­tresca de atún. Pero su mayor éxito proviene del proceso reflexivo que esconde cada uno de sus platos.

Quizás por ello, la carta de L’Escaleta es de cambio lento, casi estable, con sutiles progresos que marca la temporada o la discreta evolución de alguno de los platos. Moya juega, sobre todo, con los sabores del terruño. Una medite­rraneidad de interior, que, sin embargo, no desprecia las influen­cias foráneas ni los conceptos ni las técnicas de vanguardia.

Una fusión que se ejemplifica en el plato que abre su menú, queso ­­fresco de almendras con miel y aceite. En la forma y textura de un pequeño queso de servilleta descubrimos la sutileza de le leche de almendra con la que está elaborado. El aceite, de potente amargor, y la miel, con reminiscencias de romero, redondean la creación.

Pero el éxito de L’Escaleta no se debe sólo al trabajo de Kiko Moya desde los fogones. En la sala, su primo y socio, Alberto Redrado, también lleva la reflexión al mun­do del vino. Premio nacional de Gastronomía al mejor sumiller, pone su enciclopédico saber al servicio de una armonía ejemplar, que refuerza el potencial de cada plato. Sugestivo y profuso con su explicación, Redrado es capaz de certificar un acertado maridaje de todo un menú sin que los tintos lleguen a la copa, o de perseguir los matices de umami en un fino de Motilla, para ligarlos con un tárta­ro de remolacha con verduras en­curtidas.

 


Siguiendo con el menú, el pepito de ternera con trufa de verano, enaltece esta tradicional prepara­ción con una suge­rente «focaccia» y una jugosa molleja. Y en la ventresca, las hojas de parra que la envuelven y la sapi­dez del aliño de ga­rum, nos desvelan toda la potencialidad de este depiece noble del atún. El churrasco de cordero con berenjenas asadas y miel de lavanda es la apuesta más arries­gada. Su sabor intenso, y la alta presencia de grasa, lo incapacitan para algunos paladares. Redrado lo suaviza con un sorprendente riesling de Dr. Bürklin-Wolf.

En la sala, pequeños errores, como servir y explicar los platos en ausencia de un comensal, y una decoración de regusto clásico que desmerece el tipo de cocina que practica el restaurante.


lunes, 23 de mayo de 2011

La cocina japonesa más allá del sushi


El país nipón es actual­mente una de las mayores influen­cias para la vanguardia gastronó­mica. Los últimos años de elBulli no podrían entenderse sin la expe­riencia que Adrià vivió en el pecu­liar Mibu de Tokio. Desde allí nos ha llegado el uso de las algas, tan versátiles como desconocidas en Occidente. O incluso sabores, como el umami, que ahora somos capaces de reconocer hasta ¡en el jamón de Jabugo!

Pero, para desgracia del buen comer, la moda por lo japonés está derivando en la aparición de una serie de establecimientos que per­vierten esta rica tradición gastro­nómica y la acaban reduciendo a un sushi de arroz pastoso, pescado barato y wasabi tan picante como falso. Por eso, es más meritoria la labor de restaurantes como Tas­tem, capaces de ofrecer la auténti­ca esencia nipona sin sucumbir en ese mar de mediocridad.

Porque Tastem es, sin duda, el mejor japonés de Valencia, y ade­más el único en que poder degustar especialidades como el «natto» -esa poderosa soja fermentada- o la «okonomi yaki», una masa es­ponjosa con mariscos. Y todo ello, con la conciencia clara de que Tastem es un restaurante de fusión, pero con unas bases japonesas tan sólidas que hasta el cerdo ibérico se explica con ideogramas. Será por que nunca faltan japoneses ni en la cocina, ni entre los clientes.

Así, con las bases tan bien asen­tadas, un excelente producto y un cierto desparpajo creativo se con­siguen platos que nos sumergen de lleno en el sabor más japonés. Como ejemplo, el «sunomono», la tradicional ensalada japonesa de pepino y algas con vinagre. En Tastem la encontramos con pulpo y una amplia variedad de algas, que permite descubrir texturas, del crujiente al gelatinoso, y apreciar los diversos grados de yodado que nos aportan.

Aunque, como es lógico tampo­co falta el sushi y el sashimi. La ventresca de atún luce unas espec­taculares vetas de grasa entrevera­das con el músculo que le otorgan esa untuosidad y sabor imposible de olvidar. Y el toque característico es la salsa que le acompaña, que contribuye a ensalzar su sabor. El secreto reside en una combinación de diversas salsas, entre las que la de soja y sobre todo la de pescado, le aportan ese inolvidable toque umami.

La ventaja de unas bases claras es que en Tastem se pueden permi­tir usar el mejor producto medite­rráneo sin perder un ápice de orientalidad. Ocurre con la presa de cerdo ibérico, adobada con salsa de miso. O en el tartar de atún, prodigiosa combinación del pes­cado, aguacate, cebolla y tempura. El tiramisú de té verde o el choco­late con helado de sésamo también nos evidencian que la fusión llega hasta las postres.


Pero Tastem es algo más que un restaurante gracias a que su pro­pietario, Ulises Menezo, es punto de unión entre Japón y Valencia. Gran conocedor del país asiático, su último proyecto es cultivar en nuestra huerta las verduras típicas japonesas.



domingo, 15 de mayo de 2011

El apoteósico fin de una era


 
Hasta el zaguán de elBulli llegan cada tarde cincuenta personas en busca de una velada única. Se saben afortunados, unos pocos elegidos que van a poder vivir la más grande experiencia gastronómica. Quieren retener cada instante, cada sabor, textura o aroma. Toman nota de los platos, los fotografían, los contemplan extasiados y degustan los apenas dos o tres bocados de cada ración, los prolongan, como si fuera la última comida de su vida.

Pero, a pesar de todas las prevenciones, llega un momento en que Ferran Adrià te vence. Olvidan la libreta o la cámara, dejan de hablar con quien tienen enfrente. Hay incluso, quien se olvida de fumar. Adrià te subyuga, te somete a su cocina, secuestra todos tus sentidos para llevarlos hasta sus propuestas. Te impone su ritmo. Esa es la magia de elBulli, una continua explosión de sabores, contrastes y emociones que remueve todo lo que hasta ese momento entendías por cocina.



Y todo se intensifica sabiendo que esta experiencia será historia a partir del 30 de julio. Adrià ha roto moldes en todo, hasta en anunciar el cierre de su restaurante en el momento de su máximo esplendor. Y no hubiera sido propio de su filosofía, por más que esta sea su última temporada, caer en la ramplona tentación de ofrecer un recopilatorio de sus más de veinte años de trabajo. Muy al contrario, Adrià mantiene vivo ese espíritu creador y vanguardista que le he hecho el mejor cocinero del mundo. E incluso se atreve, desde su arte, a rebatir cada una de las críticas de los que, desde la pequeñez o la envidia miope, se han atrevido a minusvalorar sus aportaciones.

Porque Adrià es un artista. Y no por la cuidada estética con la que presenta sus platos, sino por la acertada reflexión que se atreve a hacer sobre la propia cocina y por su clara intencionalidad de transmitir sensaciones, conceptos, emociones. Así, cuando uno se sienta en la mesa, no ve desfilar una serie de platos, sino que se encuentra en una sala de exposiciones en la que el artista hace presente sus últimas creaciones.


Caviar y avellanas Foto: Con los 5 sentidos


Es complejo describir en profundidad el actual menú de elBulli, pero sí podemos acercarnos a las claves que lo sostienen. La primera es que todo tiene sentido. La elección y el orden de los cincuenta platos es una pequeña obra maestra de la narración. Hay introducciones, acertados desarrollos, acentos, apoteosis y tiempo para sutileza. Y siempre con ritmo. Con secuencias, como la de la caza, que funcionan como microrelatos. O hilos argumentales, como las referencias asiáticas o los guiños a la gastronomía tradicional española, que aparecen y reaparecen, o incluso, se entrecruzan.

Hay quien acusa a Ferran de utilizar las técnicas para tratar de sublimar los ingredientes baratos. Pero cuando llega el langostino a la mesa, la camarera lo explica con un escueto «això és el que pareix». Y, en efecto, se trata de un langostino desnudo, apenas hervido en agua de mar. Y producto y más producto nos encontramos en la secuencia de la trufa, o en las angulas al vapor, o en el caviar con avellana.


Langostino hervido Foto: Gourmet de provincias


El menú también acalla a quienes han querido ver en elBulli una cocina que rompe con su entorno. La corteza de bacalao, la tortillita de camarones, o «Andalucía en un plato» (gazpacho y ajo blanco granizados) recrean toda una cocina de la memoria. Presente también, aunque con reminiscencias asiáticas, en el espectacular won-ton de rosas con jamón y agua de melón y en el «shabu-shabu» de pulpitos.


Won-ton de rosas con jamón Foto: Gourmet de provincias

No faltan algunas de las obsesiones de Adrià, como el germinado de piñones, aunque la intensidad gustativa se alcanza con la secuencia dedicada a la caza. Sorprende la ostra con becada, mar y montaña que combina el yodado del molusco con la profundidad del bosque que aporta esta escurridiza ave. Y cabe también la sutileza, como en las fresas con consomé de liebre.

Tras cuatro horas de continuas sorpresas, visuales y gustativas; de emociones contenidas y desatadas; de recuerdos atrapados, el comensal sale de elBulli dispuesto a recitar, como el anciano Simeón, «Nunc dimittis...»