martes, 27 de septiembre de 2011

La tradición bien entendida

No hay temporada en que no se reedite el falso y estéril debate entre gastronomía tradi­cional y de vanguardia. Todos re­cordamos el estentóreo alegato de Santamaría contra Adrià, y seguro que somos capaces de poner cara alguno de los incansables abande­rados del «comer bien y mucho» y de la «cocina de siempre», como si eso estuviera reñido con la autén­tica gastronomía.

Pero, en la práctica, vanguardia y tradición no están reñidas, al contrario, se necesitan y retroali­mentan. Y el error, si lo hay, no lo comenten los cocineros, si no los comensales despistados que acu­den a un restaurante a ciegas. Como en el teatro o el cine, debe­mos aprender que es conveniente leer antes la sinopsis del argumen­to y conocer el tipo de obra a la que nos enfrentamos. ¿Quién se atre­vería a enfrentar a Lope de Vega o Shakespeare a Fo o Pinter?
En ese sentido, la de Casa Grane­ro, en Serra, es una cocina «de la de siempre». Nadie debe llevarse a engaño. Cierto es que Victor Vicen­te Navarro (a quien todos conocen como Granero por la relación de su familia con el torero valenciano de principios del siglo XX) ha apor­tado a la gastronomía algunos platos memorables, como rabo de toro con caracoles, pero respetan­­­do siempre los principios más clásicos. En la misma linea podemos situar su carpaccio de lomo de orza con vinagreta de frutos secos, o unas suculentas albóndigas de jabalí con boletus y trufa.

Como se vé, sabores contunden­tes, de montaña, que se completan con carnes como el ya menciona­do rabo de toro o un secreto de cerdo ibérico a la brasa con parme­sano y caramelo de módena. Y es que su ubicación, en plena Sierra Calderona, le permite desarrollar con facilidad una cocina de inte­rior, que alcanza su súmmum en febrero, cuando el propio restau­rante organiza unas jornadas gastronómicas en torno a la ma­tanza del cerdo. Es el momento de deleitarse con unos espectaculares torreznos fritos.

No obstante, es en los arroces donde «Granero» se desenvuelve con mayor soltura. Incuestiona­bles los más tradicionales -paella de pollo y conejo, marisco o a banda- y memorables, por su sapidez y perfecta ejecución, otros como el meloso de secreto ibérico y se­tas, o el «rossetjat to­rrentí» (con pelotas dulces y saladas), que no es fácil encontrar en los restaurantes.


Para el postre, si todavía queda hueco, se puede optar, entre otros, por una tarta de cuajada de la abuela, más livia­na, flan de almendras o tocino de cielo.

Entre los peros, una reducida carta de vinos, y un pan insulso, que nada dice. Puede parecer un problema menor, pero un pan con personalidad redondearía la comi­da en un restaurante aferrado a los sabores tradicionales. Para disfru­tar con paz de la comida, conviene evitar la aglomeración del fin de semana.

domingo, 11 de septiembre de 2011

La reflexión llevada a la gastronomía

Producto y concepto son los ejes en los que pivota el debate sobre el futuro de la gastro­nomía. Dos elementos, que no siempre tienen que estar contra­puestos, con los que se pretende llenar el vacío que está dejando la crisis de la cocina de vanguardia. Algunos, como Berasategui, pre­fieren abandonarse a la contun­dencia del producto, mientras otros, como Aduriz, sostienen con razón que sin concepto no se pue­den crear emociones.
En L’Escaleta, Kiko Moya, aporta una posición ecléctica a este deba­te. Producto, buen producto, no falta. Por su carta desfilan unas espectaculares ostras, gamba roja, jamón, churrasco de cordero de pura raza o una entreverada ven­tresca de atún. Pero su mayor éxito proviene del proceso reflexivo que esconde cada uno de sus platos.

Quizás por ello, la carta de L’Escaleta es de cambio lento, casi estable, con sutiles progresos que marca la temporada o la discreta evolución de alguno de los platos. Moya juega, sobre todo, con los sabores del terruño. Una medite­rraneidad de interior, que, sin embargo, no desprecia las influen­cias foráneas ni los conceptos ni las técnicas de vanguardia.

Una fusión que se ejemplifica en el plato que abre su menú, queso ­­fresco de almendras con miel y aceite. En la forma y textura de un pequeño queso de servilleta descubrimos la sutileza de le leche de almendra con la que está elaborado. El aceite, de potente amargor, y la miel, con reminiscencias de romero, redondean la creación.

Pero el éxito de L’Escaleta no se debe sólo al trabajo de Kiko Moya desde los fogones. En la sala, su primo y socio, Alberto Redrado, también lleva la reflexión al mun­do del vino. Premio nacional de Gastronomía al mejor sumiller, pone su enciclopédico saber al servicio de una armonía ejemplar, que refuerza el potencial de cada plato. Sugestivo y profuso con su explicación, Redrado es capaz de certificar un acertado maridaje de todo un menú sin que los tintos lleguen a la copa, o de perseguir los matices de umami en un fino de Motilla, para ligarlos con un tárta­ro de remolacha con verduras en­curtidas.

 


Siguiendo con el menú, el pepito de ternera con trufa de verano, enaltece esta tradicional prepara­ción con una suge­rente «focaccia» y una jugosa molleja. Y en la ventresca, las hojas de parra que la envuelven y la sapi­dez del aliño de ga­rum, nos desvelan toda la potencialidad de este depiece noble del atún. El churrasco de cordero con berenjenas asadas y miel de lavanda es la apuesta más arries­gada. Su sabor intenso, y la alta presencia de grasa, lo incapacitan para algunos paladares. Redrado lo suaviza con un sorprendente riesling de Dr. Bürklin-Wolf.

En la sala, pequeños errores, como servir y explicar los platos en ausencia de un comensal, y una decoración de regusto clásico que desmerece el tipo de cocina que practica el restaurante.