No hay temporada en que no se reedite el falso y estéril debate entre gastronomía tradicional y de vanguardia. Todos recordamos el estentóreo alegato de Santamaría contra Adrià, y seguro que somos capaces de poner cara alguno de los incansables abanderados del «comer bien y mucho» y de la «cocina de siempre», como si eso estuviera reñido con la auténtica gastronomía.
Pero, en la práctica, vanguardia y tradición no están reñidas, al contrario, se necesitan y retroalimentan. Y el error, si lo hay, no lo comenten los cocineros, si no los comensales despistados que acuden a un restaurante a ciegas. Como en el teatro o el cine, debemos aprender que es conveniente leer antes la sinopsis del argumento y conocer el tipo de obra a la que nos enfrentamos. ¿Quién se atrevería a enfrentar a Lope de Vega o Shakespeare a Fo o Pinter?
En ese sentido, la de Casa Granero, en Serra, es una cocina «de la de siempre». Nadie debe llevarse a engaño. Cierto es que Victor Vicente Navarro (a quien todos conocen como Granero por la relación de su familia con el torero valenciano de principios del siglo XX) ha aportado a la gastronomía algunos platos memorables, como rabo de toro con caracoles, pero respetando siempre los principios más clásicos. En la misma linea podemos situar su carpaccio de lomo de orza con vinagreta de frutos secos, o unas suculentas albóndigas de jabalí con boletus y trufa.
Como se vé, sabores contundentes, de montaña, que se completan con carnes como el ya mencionado rabo de toro o un secreto de cerdo ibérico a la brasa con parmesano y caramelo de módena. Y es que su ubicación, en plena Sierra Calderona, le permite desarrollar con facilidad una cocina de interior, que alcanza su súmmum en febrero, cuando el propio restaurante organiza unas jornadas gastronómicas en torno a la matanza del cerdo. Es el momento de deleitarse con unos espectaculares torreznos fritos.
No obstante, es en los arroces donde «Granero» se desenvuelve con mayor soltura. Incuestionables los más tradicionales -paella de pollo y conejo, marisco o a banda- y memorables, por su sapidez y perfecta ejecución, otros como el meloso de secreto ibérico y setas, o el «rossetjat torrentí» (con pelotas dulces y saladas), que no es fácil encontrar en los restaurantes.
Para el postre, si todavía queda hueco, se puede optar, entre otros, por una tarta de cuajada de la abuela, más liviana, flan de almendras o tocino de cielo.
Entre los peros, una reducida carta de vinos, y un pan insulso, que nada dice. Puede parecer un problema menor, pero un pan con personalidad redondearía la comida en un restaurante aferrado a los sabores tradicionales. Para disfrutar con paz de la comida, conviene evitar la aglomeración del fin de semana.
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